¡Ahí pasa! ¡Llamadla! ¡Es su costado!
¡Ahí pasa la muerte por Irún;
sus pasos de acordeón, su palabrota,
su metro del tejido que te dije,
su gramo de aquel peso que he callado!... ¡si son ellos!
¡Llamadla! ¡Daos prisa! Va buscándome en los rifles,
como que sabe bien dónde la venzo,
cuál es mi maña grande, mis leyes preciosas, mis códigos terribles.
¡Llamadla! Ella camina exactamente como un hombre entre las fieras,
se apoya de aquel brazo que se enlaza a nuestros pies
cuando dormimos en los parapetos
y se pára a las puertas elásticas del sueño.
¡Gritó! ¡Gritó! ¡Gritó su grito nato, sensorial!
Gritará de vergüenza, de ver cómo ha caído entre las plantas,
de ver cómo se aleja de las bestias,
de oír cómo decimos: ¡Es la muerte!
¡De herir nuestros más grandes intereses!
(Porque elabora su hígado la gota que te dije, camarada; porque se como el alma del vecino)
¡Llamadla! Hay que seguirla
hasta el pie de los tanques enemigos,
que la muerte es un ser serio a la fuerza,
cuyo principio y fin llevo grabados
a la cabeza de mis ilusiones,
por mucho que ella corra el peligro corriente
que tú sabes
y que haga como que hace que me ignora.
¡Llamadla! No es un ser, muerte violenta,
sino, apenas, lacónico suceso;
más bien su modo tira, cuando ataca,
tira a tumulto simple, sin órbitas ni cánticos de dicha;
más bien tira su tiempo audaz a céntimo impreciso
y sus sordos quilates a déspotas aplausos.
Llamadla que en llamándola con saña, con figuras,
se la ayuda a arrastrar sus tres rodillas,
como a veces,
a veces duelen, punzan facciones enigmáticas, globales,
como, a veces, me palpo y no me siento.
¡Llamadla! ¡Daos prisa! Va buscándome,
con su coñác, su pómulo moral,
sus pasos de acordeón, su palabrota.
¡Llamadla! No hay que perderle el hilo en que la lloro.
¡De su olor para arriba, ¡ay! de mi polvo, camarada!
¡De su pus para arriba, ¡ay! de mi férula, teniente!
¡De su imán para abajo, ¡ay! de mi tumba!
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